Bosque...

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martes, 1 de mayo de 2018

El maletín (relato breve)


A continuación os dejo un relato breve que escribí el año pasado para el concurso "La ciencia y yo". Reescribiendo la historia... :-P. Como siempre, si no os gusta sois libres de mentir...



El maletín

Llegaron hasta el hangar a buen paso, sin mirar atrás. Juan estaba sorprendido de la energía de aquel frágil hombrecillo que sujetaba con firmeza el maletín, cuyo contenido podría cambiar, de manera radical, la historia de la humanidad. El anciano aflojó el paso en cuanto entró a la nave e inspiró profundamente, rememorando fugazmente lo que había ocurrido durante su tiempo de reclusión.

Isaac Peral
Había sido el último de los caprichos de “El canciller de Hierro”. Cuarenta años atrás, en el año 1895, con Bismarck ya fuera del panorama político, Isaac había recibido aquella misteriosa carta llena de promesas imposibles. A continuación, llegaría el viaje a Berlín para luchar contra su cáncer, la milagrosa curación de aquel tumor letal... y, posteriormente, el fingimiento de su muerte y su incansable labor en el perfeccionamiento de los submarinos alemanes, disfrutando a su manera de aquella prórroga que quién sabe si Dios o el diablo le habían otorgado. Como buen hombre de honor, había mantenido su palabra y puesto a disposición de sus salvadores todo su ingenio y sabiduría. Ellos, a su vez, siempre le habían tratado con respeto y le habían facilitado el acceso a una vida austera pero reconfortante.

Sin embargo, todo había cambiado en los últimos meses. Isaac estaba cansado, hastiado del yugo por el que se veía lastrado ante la férrea mano de aquel imberbe joven de mente brillante y corazón de ceniza, Wernher Von Braun, maldita fuera su estampa y de aquel otro hombre de mirada de odio y bigote ridículo que les visitaba con frecuencia, Adolf Hitler.

Surgían las primeras luces del alba, cuando Juan sacó a Isaac de su ensimismamiento y apremió al anciano para que se acercara al autogiro. Solo disponían de unos minutos antes de que los alemanes se apercibieran de su fuga. El estruendo de las hélices del aparato haría pronto sonar las alarmas. Afortunadamente, una vez en el aire, nada podría detenerlos. Tendió una mano al hombrecillo y le ayudó, no sin dificultad, a subirse al asiento trasero de la aeronave.

Juan de la Cierva y su autogiro
La sorpresa para Juan había sido colosal. Tras la visita de cortesía a aquellas impresionantes instalaciones, el señor de la Cierva se había reunido con Von Braun en aquella planta a las afueras de Colonia, para hablar de negocios y de nuevas ideas que revolucionarían el panorama aéreo. Allí había reconocido, para su sorpresa, el avejentado rostro de su compatriota, el maestro Peral. Poco quedaba ya de aquel personaje que destacaban los libros de historia, pero en su mente seguía brillando la luz del ingenio. Cuando este acudió a él y le contó lo del maletín que acababa de robar y los secretos atroces que escondía, no pudo evitar echarle una mano a su compatriota.


El aparato despegó justo en el momento en el que sonaron las primeras alarmas. Los aletargados soldados empezaron a correr hacia el hangar, gritando “schnell, schnell!” y “halt!”. Juan e Isaac sobrevolaron el hangar y volaron rumbo oeste, hacia Londres. Isaac miraba los campos con una mezcla de horror y pasión.

Cuando aterrizaron, procuraron a Isaac una identidad secreta y custodiaron la información debidamente, o eso creían. Cierto día, en una de sus prácticas, el autogiro de Juan sufrió un terrible accidente que acabó con su vida. Preocupado, Isaac corrió a la oficina postal para enviar un telegrama urgente. A continuación, vació el contenido del maletín sobre las aguas del Támesis, con la idea de dirigirse después a la estación de Victoria para tomar un tren que le llevara hacia el puerto más cercano. Era el momento de regresar. Se apercibió demasiado tarde de aquella sombría figura que emergió a pocos pasos de él, apuntándole con una pistola y exigiéndole el maletín. Isaac se aferró a él con fuerza y se abalanzó sobre el puente con la intención de lanzarse al río, pero se quedó paralizado al sentir como la sangre resbalaba por su sien y la vida se le escapaba.

Hitler se precipitó sobre el maletín y lo abrió con ansia. Tras unos momentos de ira por hallarlo vacío, se aproximó al anciano y le hurgó los bolsillos, hasta encontrar la copia del telegrama. Estaba dirigido a Ignacy Mościcki, presidente de Polonia. Hitler se echó la mano al bolsillo y desplegó un mapa. Lo extendió sobre el suelo y dibujó una gran esvástica sobre todo el continente europeo. A continuación, hizo un círculo sobre la ciudad que, si todo salía bien, le daría la gloria y el poder absoluto. Varsovia.



lunes, 30 de abril de 2018

El embrujo del mar


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Aquí os dejo otra de mis historias. Si no os gusta, sois libres de mentir :-)

El embrujo del mar

            El mar es un ente misterioso, lleno de vida y secretos, origen de mitos y de nuestra existencia. Fascinante, romántico, impetuoso y caprichoso. Me podía pasar horas contemplándolo, libro en mano, sentado en la orilla mientras se mecía, acariciándome los pies y retirándose justo a continuación.

            Te preguntarás que por qué te cuento esto. Verás, estoy muerto y no tengo gran cosa que hacer siendo un fiambre, así que prefiero evocar y dar a conocer esos últimos y fantásticos días de mi existencia, para que al menos sepas que me fui en paz, con una sonrisa en la boca. Un poco irónica, sí, pero al fin y al cabo una sonrisa.

            Bien, una vez captada tu atención con lo de mi muerte, seguro que te estarás preguntando qué ocurrió para llegar a tan funesto desenlace.

            Gracias a la diosa fortuna, meses atrás había obtenido un sustancioso premio en cierta lotería europea. A raíz de esto, decidí romper con todo y lanzarme a vivir mi sueño de convertirme en escritor. Compré una mansión a pie de playa en una tranquila isla del mediterráneo y me trasladé allí sin revelárselo a nadie. Me dediqué a la vida contemplativa; a leer, ver el mar, pasear por la playa e intentar activar esa chispa de creatividad que brillaba por su ausencia.

            Opté también por aparcar mi vida sentimental hasta que el fuego del conocimiento resultara más intenso que el del deseo.

            Y así fue, hasta que apareció ella. Ella, con su larga melena oscura y su piel blanca y pura como la luna, meciéndose sobre el agua con gracilidad y soltura. Ella, con su reluciente y plateada cola rasgando las olas… sí, no bromeo. Tenía ante mí al sueño de mil marinos, a una auténtica sirena. A pesar de la distancia que nos separaba y del profundo olor a mar, pude percibir la embriagadora esencia que desprendía. Me adentré en el agua, pero se sumergió y desapareció de mi vista. Aquella noche no pegué ojo. No estaba seguro de si lo vivido había sido real o fruto de una ilusión de mi febril y necesitada mente de escritor, desperezándose aún de su letargo.

            Durante los siguientes días, pasé buena parte del tiempo acudiendo al mismo lugar, sin éxito. Agotado y desilusionado, empezaba a pensar que lo vivido había resultado ser una mera ilusión. Hasta la noche en que Morfeo me sorprendió en la playa, tumbado en la fina arena de aquel paradisíaco lugar. Tras un sueño intenso, desperté cegado por los tonos anaranjados del sol sobre el mar, pero eso no me impidió verla a lo lejos, observándome con curiosidad. Me abofeteé y me eché agua por encima. ¡Blrrrr! No, no lo había soñado. Allí estaba, hermosa, reluciente, con su eterno cabello en cascada sobre sus pechos y su inmaculada piel refulgiendo cual diamante, atravesándome con su mirada. Me estremecí, sentía como si me desnudara con esos ojos y penetrara hasta el fondo de mi mente.

            Había leído algo sobre los mitos de las sirenas. Principalmente en “La Odisea”, cuando Odiseo, ávido de escuchar su canto, hace que sus compañeros de viaje le amarren al mástil para escuchar los cantos de sirena sin sucumbir a su letal llamada.

            Intenté devolver la intensidad de su mirada pensando en que mi mierda de vida bien merecía ese riesgo y los que viniesen. Y me sonrió. Creo que ese preciso instante de guiño cómplice fue el que acabó por enamorarme.

            Nadé hacia ella y en esta ocasión no desapareció. Me esperó mientras recorría con su mirada mi cuerpo de alcachofa, con un sorprendente e inesperado gesto de aprobación. Aquello parecía extraído de un guion barato de película erótica de serie B. Pero qué demonios…

            Me detuve a unos tres metros, sin tener claro qué hacer. Estaba nervioso, descolocado y con mil interrogantes en mi cabeza. Bastante hacía con mantenerme a flote. No podía dejar de contemplar la majestuosa cola plateada que agitaba alegremente. Ni siquiera sabía si aquel ser imposible era capaz de comunicarse verbalmente.

            Ella misma se encargó de disipar aquella duda. Se llamaba Ligia, pero me pidió que la llamara Ariel, como a la sirenita del cuento, cuya historia adoraba. Estaba tan embobado por su presencia, que si me hubiera contado que era un dragón también la hubiera creído.

            Resultaba cuanto menos curioso su conocimiento del mundo humano, así que, tras asegurarme de que no había cámaras cerca, me aproximé y le pregunté directamente si me estaba tomando el pelo. Al instante, se sumergió en el agua y, con un movimiento preciso y elegante, me salpicó y se situó junto a mí. Tomó mi mano derecha y la posó sobre su tronco inferior, no sé bien como llamarlo. Pude sentir su energía, su escamosa pero agradable piel palpitando con mi contacto… una sensación indescriptible que despejó cualquier duda sobre la irracionalidad de la situación. Me hallaba ante una auténtica sirena, que, por motivos inexplicables que me importaban un carajo, mostraba interés en conocerme. Para terminar de desquiciarme, fue dibujando en su piel un corazón imaginario con la yema de mis dedos. Al sentir los bordes del corazón imaginario bordear sus pechos, no pude disimular una flagrante excitación. Tras darme un sensual y lento beso en el dedo índice, me susurró unas palabras y se sumergió en las profundidades. ¿Cuántas horas habían pasado? Había perdido la noción del tiempo. Solo sabía que tenía un hambre atroz y un ansia insatisfecha a la que tendría que dar salida por mí mismo una vez más. Para más INRI, al regresar no había ni rastro de mi toalla ni de mi bolsa playera, donde guardaba mi teléfono y mi cartera. Ni me importó, en realidad. No necesitaba ni deseaba comunicarme con nadie que no fuera ELLA. En mayúsculas, como mi calentura aún latente. Mierda, tenía que hacer algo con eso.

            Llegué a casa y me di una ducha fría para poner en orden mis ideas y volver a repartir la sangre por mi cuerpo de manera equitativa.  No recordaba haber tenido con nadie una sensación tan intensa. Vi en internet que la mayoría de los artículos de sirenas hablaban de mujeres que se dedicaban a montar shows en acuarios y en piscinas imitando a Daryl Hanna en Splash. Ariel era diferente, real, un mito viviente. Tres días, tres, y descubriría si los pellizcos que me daba a cada rato dolían también en sueños o me estaban guiando hacia una extraordinaria realidad que jamás hubiera imaginado. Aquella noche empecé a escribir esta historia. El por qué no pude terminarla vivo, es tan ridículo que prefiero llegar a ello tras contarte los mejores momentos de mi vida.



            Ariel me había citado junto a las rocas al anochecer. Llegué allí y me senté al borde a disfrutar de la belleza del ocaso. La sensación de libertad, con las piernas colgando en el aire, era inenarrable. Bueno, lo hubiera sido si no la estuviera narrando ahora, claro. Transcurrieron un par de horas en los que la noche engulló al día, dejando únicamente el resplandor de aquella enorme luna llena. Ya dudaba de si acudiría, cuando de repente me invadió un intenso aroma a sal y jazmín. Al notar el contacto de una mano sobre mi hombro pegué un salto y estuve a punto de precipitarme al agua. Jamás olvidaría aquel momento, el chispazo atravesando mi cuerpo en forma de escalofrío, la placentera sensación de su tibia mano…

            Sabía que era ella incluso antes de girarme. Su silueta relucía en la noche clara. La luna acentuaba el tono azabache de sus cabellos. No pude sino detener mi mirada en sus piernas imposibles, torneadas, perfectas, envueltas en una toalla, mi toalla.

¡Piernas! ¿Cómo era posible? ¿Me había estado engañando todo este tiempo? ¡Qué estúpido! ¿Cómo había podido pensar que aquella mujer era una criatura mitológica real? Debía de haber dejado su cola postiza guardada en el vehículo de su compinche, quien seguramente habría robado mis pertenencias mientras yo hacía el idiota babeando con ella en el agua. No era descartable que aquello fuera otra trampa.

            Miré alrededor esperando que en cualquier momento apareciera algún fulano con malas intenciones, pero nada de eso ocurrió. Allí seguía ella, con su suave mano en mi hombro, que yo sentía como la caricia de una pluma de ave celestial. Y es que, a pesar de todo, tenía un halo seductor que hacía que no pudiera apartar mis ojos, ligeramente indignados, de los suyos.

            De repente, bajó la mirada, torció el gesto y me confesó su secreto. Me contó que había escogido esa noche porque solo en luna llena se podía relacionar con humanos como igual gracias a un viejo hechizo, aunque solo por unas horas. Al amanecer, recobraría su forma y, si por algún motivo, no llegara al mar a tiempo, moriría en cuestión de segundos. Entre lágrimas, confesó también lo sola que se sentía, pues su pueblo había abandonado esas aguas por otras más frescas y tranquilas, quedándose ella atrás por su atracción hacia nuestro mundo.

            Ya no sabía qué creer. Aquella declaración me había dejado totalmente descolocado, kaput. La intenté reconfortar pasando mi brazo sobre sus hombros. He de reconocer que, con tantas sensaciones contrapuestas, mi cabeza ya no sabía a qué atenerse y, en esos casos, siempre me fiaba de mi instinto. Al parecer funcionó, ya que se enjugó las lágrimas y me regaló una inmensa sonrisa azul. ¡Qué fácil era perderse en esos ojos!

            Prosiguió su confesión con la parte que me atañía directamente. Me había estado observando durante un tiempo y le había encandilado el modo en el que canturreaba al mar, mi mirada perdida viendo ponerse el sol sobre el agua, mis garabateos en el cuaderno tumbado sobre la arena cerca de la orilla, en definitiva, había percibido esa soledad que ella también compartía, lo que le había llevado a dar el crucial paso de revelar su origen, algo muy peligroso para los de su especie.

            Estaba perdidamente enamorado. Caminamos hacia casa a la luz de la luna, en una estampa que hubiera resultado perfecta de no ser porque, cada tres pasos, yo miraba de reojo las sombras que proyectaba la luna e intentaba atisbar cualquier movimiento, temiendo un asalto repentino. Que, al fin y al cabo, uno era enamoradizo, pero no gilipollas. O no demasiado. Mas no hubo tal asalto. Llegamos sanos y salvos, recogí la llave de su escondrijo y acompañé a Ariel al interior. Una vez dentro, me devolvió la toalla con toda naturalidad, dejándome más rojo que un tomate. Me percaté entonces de que la desnudez era tan natural como el respirar para una criatura como aquella, acostumbrada a sentir siempre el contacto del agua con su piel…

            Anonadado y sonrojado, le ofrecí uno de mis pijamas y se lo puso de forma diligente, no sé si por cortesía o porque a esas horas ya hacía fresco para ir desnuda. Después, se acurrucó en el sofá y me preguntó si tenía palomitas y la película de La Sirenita. Surrealista. No pude complacerla en eso, pero sí tenía “Largo domingo de noviazgo”, así que preparé unas palomitas y nos acurrucamos en el sofá viendo las aventuras y desventuras de una genial Audrey Tautou. Nos abrazamos, reímos, lloramos y nos besamos como dos pipiolos adolescentes hasta que acabó la película. Después la volvimos a ver. Y después otra vez… Hasta que se levantó y se despidió corriendo hacia la playa un tanto apurada. Eran las cinco de la mañana y no faltaba mucho para el amanecer.

            Al día siguiente, repetimos sofá y palomitas, aunque en esta ocasión se dedicó a leer todos mis viejos textos que nunca me había atrevido a publicar. Estuvimos leyendo, recitando y debatiendo hasta bien avanzada la madrugada.

            Otro día le pregunté por su mundo y me contó las maravillas de la ciudad submarina abandonada en la que todavía vivía. Me prometió enseñármela algún día y acepté encantado la invitación. Llegar a un sitio donde ningún otro ser humano había imaginado llegar, convertir el mito en realidad, era todo un desafío.

            El caso es que, sin comerlo ni beberlo, se acabó el ciclo lunar y con ello el efecto del hechizo hasta el siguiente periodo. Ese tiempo se me hizo eterno, ya que se evaporó durante el día también.  Yo no daba pie con bola, no podía escribir ni dormir. Me llegué a preguntar si no le habría ocurrido algo a la vuelta hacia su hogar o si se había aburrido de mí.

            Todas mis inseguridades desaparecieron semanas después, mientras reflexionaba tumbado sobre las rocas, al verla trotar hacia mí alegremente y fundirse en un intenso abrazo rematado por un largo y cálido beso en los labios de intenso sabor a mar y deseo. De nuevo la luna refulgía brillante, sin nube alguna que osara interponerse en el camino entre sus rayos y nuestras siluetas, que se movían acompasadas mientras hacíamos el amor. En mi cabeza bullían mil preguntas, pero no podía dejar de alimentarme de esa piel tibia y salada que se estremecía y sorprendía con cada arrebato de mi boca.

            Nos dejamos llevar por el fuego de la pasión y el influjo del plenilunio y dimos rienda suelta a nuestros deseos hasta que yacimos exhaustos. Acababa de descubrir que mi vida solo tenía sentido por y para ella. Tras el éxtasis, nos fundimos en un  abrazo y nos quedamos boca arriba contemplando las estrellas hasta que llegó la hora de la despedida.

            A la noche siguiente no apareció. Ni a la siguiente, ni a la otra. Yo ya estaba desesperado pensando en qué habría podido ocurrir. Por fin, una noche regresó con lágrimas en los ojos. Me relató sollozando la ira de Poseidón, su padre, al enterarse de que se había quedado prendada de un humano. Tras sus ruegos, se había mostrado benévolo y le había dado un ultimátum a fin de dar su consentimiento a la relación. Quería conocerme. De no cumplirlo, rompería para siempre el hechizo que le permitía ser humana. Menudo cabrón, pero contrariar a un futuro suegro que además pasaba por dios del mundo marino, igual no era la mejor de las ideas.

            Nervioso, pero dispuesto a todo, acepté pues embarcarme en tamaña aventura. Dejé que Ariel se ocupara de la logística y me fui a la cama con mucho que pensar de cara al día siguiente.

            Apenas pude pegar ojo. Solo me asaltaban inquietudes y pensamientos absurdos a los que no hallaba respuesta. Me aterraba tener que sumergirme en mar abierto y bucear a tanta profundidad para encontrar la ciudad submarina donde me aguardaba una deidad furiosa junto a su corte marina, aunque confiaba en la magia de las sirenas, ya que había sido testigo de la misma. También me preguntaba cómo sería la comunicación en el agua. ¿Telepática? ¿Por gestos? Por otro lado, ¿cómo resistiría mi cuerpo a tanta profundidad? Y, sobre todo, ¿qué recibimiento tendría?

            En cualquier caso, iba a vivir algo que nadie jamás había vivido. Poco importaba en ese momento que nadie me creyera. Uno de los motivos que me habían llevado a aquella isla era el vivir sin tener que rendir cuentas a nadie. No iba a renunciar a la experiencia más alucinante de mi vida por mis inseguridades. De perdidos al mar. Mediterráneo, nada menos…

            Llegué al embarcadero y alquilé una lancha motora. Tras unas instrucciones básicas de manejo, me dirigí hacia el punto acordado. Lucía un día soleado, apenas soplaba una ligera brisa. Al llegar ya me estaba esperando, puntual. Se elevó con sus potentes brazos apoyados en la lancha y me lanzó una bolsa que contenía una mochila con los útiles necesarios:  un completo traje de neopreno, plomos, aletas, unas gafas y un vial con un líquido color turquesa, que, según me contó, me permitiría respirar en el agua durante las siguientes doce horas, además de comunicarme con su gente y resistir sin dificultad la presión por la profundidad que íbamos a alcanzar. Me avisó de los posibles efectos inmediatos del líquido a injerir, una pequeña desorientación y un subidón de adrenalina, pero aseguró que no nos sumergiríamos hasta que me encontrara a la perfección.

            Me enfundé el neopreno y me coloqué los plomos y las aletas para facilitar el descenso. Por último, me bebí el vial y me lancé al agua. Como había anunciado Ariel, la primera sensación fue de aturdimiento. Sin embargo, su cálida mano me reconfortó y en unos segundos se disipó el efecto. Mi instinto inmediato fue pedirle que iniciáramos la inmersión al momento. Me sentía inmortal, con una energía inagotable y un ansia de aventura inexplicable.

            Llené mis pulmones al máximo e iniciamos el descenso de forma vertiginosa. Era prodigioso verla descender con esa naturalidad y sin ningún otro recurso que su propia naturaleza. Descendimos, diez, veinte, no sé, muchos metros y me empezó a entrar la anunciada angustia por la escasez de aire en los pulmones. Traté de mantener la calma y actuar como me había indicado. Solo tenía que respirar, dejar que mi mente fuera consciente de que podía hacerlo sin ningún problema.


            En ese momento, comencé a notar el tan esperado cambio. No solo podía respirar, sino que a mis pies se abría una maravillosa autopista de luz y color que terminaba, muy al fondo, en una hermosa ciudad con bóveda de cristal. No parecía estar tan lejos. Me miré a los pies por un instante y me quedé anonadado al ver que, donde antes tenía pies, ahora había una cola de pez. ¡Me había convertido en “sireno”! Aquello era fantástico, inimaginable. De la emoción que sentía tardé en darme cuenta de que hasta había dejado atrás a Ariel, que me miraba complacida y sonriente. Finalmente, tomé aire con toda la confianza y energías que tenía, pero algo salió mal. El agua salada invadió mis pulmones y me entró un poco de psicosis. Intenté remontar hacia la superficie con mi espléndida cola pero, a pesar de mi poderosa energía me seguía hundiendo sin remisión. Me mordí con ganas la mano para descartar que aquello fuera una pesadilla, pero eso solo sirvió para que la visión de mi recién adquirida cola de sirena desapareciera y volvieran el neopreno y los pesos. Los malditos pesos. Me liberé de ellos, pero tarde. Estaba demasiado lejos de la superficie, había tragado demasiada agua y mi capacidad pulmonar ya había dado de sí mucho más de lo esperado.

            Mientras me resignaba a aquella muerte tan absurda, vi hundirse en las profundidades una cola de sirena con unos pesos en su interior. De Ariel no quedaba nada, aparte de ese postizo que se sumergía en la oscuridad, como pronto haría yo también. Un tributo a Poseidón, qué gran ironía. Y qué estupidez la mía…


            Fallecí, sí. Y no, no había ninguna ciudad de sirenas mágicas. Pero para mi sorpresa, me tuve que tragar mi orgullo de ateo al descubrir que, a pesar de estar más cadáver que un “cinco jotas”, seguía teniendo consciencia y era capaz de ponerle palabras a la misma. De hecho, no solo tenía consciencia, sino que tenía acceso a la mente del resto de personas con las que hubiera tenido contacto en vida.

            Me enteré así de que su verdadero nombre era Marta y había sido tricampeona de España de apnea e internacional olímpica en natación sincronizada.

            La habían contratado para rodar un anuncio de un perfume en el que tenía que lucir sus magníficas dotes de atleta acuática haciendo piruetas con ese traje de sirena. Para practicar, había escogido ese rincón tranquilo, alejado de mirones, salvo, como no podía ser de otra manera, el imbécil que suscribe. Por supuesto, su interacción conmigo no estaba planeada, pero el juego de sirena y príncipe le hizo gracia y decidió darme carrete. El asunto se fue complicando poco a poco hasta el día que extravié mis pertenencias. Sí, no hubo ningún robo, solo un gran despiste. Tras mi marcha Marta encontró la bolsa y supo de mi fortuna al curiosear en mi teléfono.

            A partir de entonces, lo que había sido un vulgar tonteo con alguien que le había parecido mono y divertido, se había convertido en una puerta a un posible futuro resuelto pleno de comodidades y a despedirse de esos anodinos encargos publicitarios por los que le pagaban una miseria y solo servían para que los cuatro que la reconocieran por la calle le fueran babeando, en el mejor de los casos. Toda su vida dedicada al deporte y al sacrificio para que luego nadie le reconociera por sus méritos y medallas sino por el anuncio de perfume que hacía medio desnuda…

            Al verme tan entregado, llegó a dudar de si llevar a cabo su macabro plan, que dependía fundamentalmente de mi total credulidad y estupidez y de su capacidad de mantener la cabeza fría.

            Supongo que matar a alguien no es fácil. Claro que, técnicamente, ella no me mató. Fui yo quien se metió en el agua con el traje y los plomos, quien se bebió ese líquido de dudosa procedencia que no era sino un alucinógeno diluido en zumo de lima y quien decidió tomar aire a veinte metros de profundidad, creyendo que la magia de las sirenas le permitiría hacerlo sin problemas. Que ahora lo leéis y decís, ¡qué gilipollas!, pero había que estar ahí, en situación, con el sentimiento de soledad y la necesidad de comprensión, cariño y, qué coño, sexo, que arrastraba.

            Y ahí la podías ver ahora, tan pancha, repantigada sobre mi enorme chaise-longue, viendo una película en mi querido proyector. Mi casa se había convertido en su refugio de lujo, un lugar solo para ella, sus pensamientos… y mi jacuzzi. Era una mujer precavida, nunca llevaba a nadie a la casa ni pedía comida a domicilio.

            Pasaron varios meses hasta que cierto día, tras una de sus carreras matutinas por la playa, se sorprendió al ver una estatua de sal a tamaño natural sobre las mismas rocas que fueron testigos de nuestra pasión. Al observarla con atención se quedó totalmente helada. Ante sí, tenía una estatua de un hombre con cola de sirena, un hombre con mis facciones. Pálida, giró la cabeza temiendo encontrarme. Pero aquello no era cosa mía.

            Ante la macabra escena, decidió deshacerse de la estatua. No estaba fijada al suelo, así que, empleándose a fondo, consiguió desplazarla hasta el borde de las rocas y lanzarla al mar. Respiró aliviada al verla hacerse añicos contra las rocas, aunque todavía había de lidiar con quien la hubiera puesto allí. Yo era su principal sospechoso, como si hubiera sobrevivido al más puro estilo de “El Conde de Montecristo” o “Retorno a Edén”.

            En fin, qué más quisiera yo. Y así llegamos al ahora. Esto, querida Marta, es voluntad del dios de los mares. Un dios enrollado cuando le llegas a conocer, aunque algo rencoroso con eso de que le utilicen. Huye. Corre. Te lo estoy susurrando al oído, pero no me escuchas.  Poco más puedo hacer.  O igual no quiero. Si te das la vuelta, igual lo descubres. Bien, veo que por fin lo haces. ¿Lo ves? Ahí está la estatua otra vez. No, no pongas esa cara de terror. ¿Por qué no corres? ¿Te rendiste? Vaya, debe de ser una sensación parecida a la de respirar bajo el agua. Ya ves, me está aflorando todo el rencor ahora. No es cosa mía, pero si pudiera, también estaría desplazando lentamente esa estatua con mi mente. Sí, esa estatua que, como ves, no solo ha vuelto a su sitio intacta, sino que se aproxima irremisiblemente hacia ti. Te impacta, te arrastra y caéis al agua, tu hábitat natural, ¿no? Y sin embargo no puedes zafarte del fuerte abrazo en el que te envuelve la figura viviente. Te hundes mientras tu mente consciente intenta sin éxito hacer reaccionar a tu cuerpo. Una muerte lenta, angustiosa, hasta que te ensartas en su tridente y todo termina. Quien juega con el embrujo del mar, acaba devorado por él. Bienvenida, espero que me hagas un hueco para toda tu eternidad…