Bosque...

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viernes, 1 de noviembre de 2019

El príncipe Letargo (todo un clásico de mis relatos cortos)


Aprovechando la historia de Octubre del Origireto2019 (ver post anterior), he decidido subir la historia original de "El Príncipe Letargo". La escribí hará unos 20 años aproximadamente, ya no recuerdo. Espero que os guste o que mintáis bien ;-). Os recuerdo que los comentarios salvan vidas y desgravan.

El Príncipe Letargo

“En todos los corazones habita la fuerza del enamorado,
que se alimenta de sueños, como la flor corazón”
(de "La Carta")

Nació en un día lluvioso, y las lágrimas le acompañaron al despertar. Lloró por verse privado del plácido sueño que él creía eterno, y se encontró con la vida, anhelando su anterior letargo. Nació en blanco, y en blanco pasó sus primeros años, hasta que descubrió los colores del exterior. El cielo era azul, casi siempre. El jardín era verde, y rojo, y amarillo, y púrpura, pero sobretodo verde. Al príncipe Letargo le gustaban los colores vivos. El palacio era blanco. Sus padres eran grises...

Por las noches él dormía y soñaba con flores en el cielo...

Para Letargo, el jardín era el exterior. El universo constaba de un enorme palacio blanco y un jardín verde, y rojo, y amarillo, y púrpura. El cielo dentro del palacio era blanco. En el exterior era azul, casi siempre...

Letargo creció en el silencio del blanco palacio, y fue aprendiendo los secretos de la vida, seis días a la semana, durante cuatro horas. Descubrió los números, aunque no podía tocarlos, aprendió geografía, aunque no entendió que el exterior pudiera tener otro exterior. Se guardó sus pensamientos.

En el blanco palacio, algunos días veía a sus padres. Eran fáciles de reconocer, eran grises.

Por las noches él dormía y soñaba con universos de colores.

Un día Letargo cumplió diez años. Le regalaron un caballo y más tarde le pusieron una corona en la cabeza. Sus padres se habían metamorfoseado a otro gris más ligero, según le habían comunicado. A partir de entonces dejó de verlos en el blanco palacio, pero tenía un caballo.

El caballo de Letargo vivía en una cuadra marrón, rodeado de heno. El príncipe no conocía el nombre del caballo, y no se atrevía a ponerle uno equivocado. Una niña morena cuidaba del caballo sin nombre. La niña miraba al príncipe con desdén mientras acariciaba al caballo y le daba blancos terrones de azúcar. Letargo no se atrevía a pedirle uno.

Por las noches él dormía y sentía su corazón cabalgar al viento...

Cuando tenía 17 años le ilustraron acerca de su futuro y el tránsito de príncipe a rey. El joven señaló que le gustaban los colores vivos y no quería ser gris. Entonces le explicaron aquello del destino. Se casaría con la princesa de su elección al cumplir los 18.

A él sólo le apetecía dormir. Dormir para soñar.

La muchacha de la cuadra le enseñó a acariciar al caballo. Tenía los ojos grises, ovalados. Los ojos de la niña eran castaños... A la chica le gustaba hablar, y no dejaba de hacerle preguntas, preguntas directas que le llegaban al alma y que nunca se sentía preparado para contestar. Sin embargo, aquella nueva sensación le atraía.

Aquella noche decidió buscar los colores en su interior. No los encontró en sus recuerdos, así que se puso a dormir...

Todas las semanas, una princesa venía a palacio a presentar sus respetos al futuro rey. La mayor parte eran hermosas mujeres de exquisitos modales y forzada sonrisa que adoptaban las sumisas actitudes que les habían inculcado. Letargo miraba a través de sus preciosos ojos verdes, azules, púrpuras o negros y solo discernía una esencia gris en su futuro. Su tutor le reprochaba su falta de entusiasmo ante la inminente boda y su desatención hacia sus bellas pretendientes. Él prefería salir a pasear con su caballo y admirar las flores rojas, amarillas, y púrpuras. El cielo azul...

La muchacha se fue convirtiendo en una aliada del príncipe, en cuanto Letargo fue conociendo las respuestas a sí mismo. Supo que ella se llamaba Hydra, y que los nombres no implicaban un destino. Descubrió que por las noches el cielo azul se oscurecía, y las estrellas brillaban en torno a una luna. Sintió el frescor del rocío al amanecer y el tímido despertar de las flores. Y todo mientras ella hablaba, no dejaba de hablar, con sus ojos castaños, y el pelo negro como la luna cuando se esconde, y el amanecer rojo...

Faltaban dos días para su cumpleaños, para su boda, y el cielo seguía azul durante el día, casi siempre. Finalmente, su  tutor había elegido para él a la princesa Talis, una linda y dulce muchacha avalada además por  una  muy generosa dote. Letargo estaba convencido de que esa boda no se produciría, mas optó por  esperar.

El día que cumplió los dieciocho años el cielo estaba gris, pero las flores brillaban y resaltaban sus vivos colores. Los invitados fueron llegando al blanco palacio, y el ajetreo de última hora rompía el cándido silencio habitual. La ceremonia se iba a efectuar en la sala del trono, donde ya se escuchaba la música previa. Los ojos del príncipe refulgían llenos de excitación y el fuego le quemaba por dentro. Se acercó a la habitación donde Talis se ponía su blanco vestido. Tardó un poco en conseguir que le dejaran acceder hasta ella, pero no pudieron frenar su energía interior. Cuando Letargo la miró, sintió que ella ya había comprendido todo lo que quería hacerla entender, sin necesidad de explicaciones. Sin dejarle pronunciar palabra, se acercó a él, le dio un tierno beso en la mejilla, sonrió y le dijo: “Adelante, y suerte. Deseo de todo corazón que vuesa merced sea feliz.” El príncipe pensó para sí que jamás llegaría a entender ese sexto sentido que poseen las mujeres, cómo pudo leer en sus ojos y ver los colores en su interior. Volvió a la sala del trono y se dirigió a los asistentes. Se percató de que ninguno le prestaba verdadera atención. Les señaló que si como príncipe tenía el privilegio de elegir esposa, ya lo había hecho. Y que ella no era Talis, sino la Dama de la Luz. A continuación, entre murmullos de sorpresa y curiosidad por saber quien era la susodicha damisela, Letargo colocó la corona sobre la cabeza de su tutor y se marchó para siempre de aquel palacio blanco, pálido, y triste. Se encaminó a la cuadra, donde Hydra cepillaba a su caballo. Ella le miró como miran las estrellas, y puso color a sus recuerdos, a los que quitó el tiempo. Ensilló el caballo y cabalgaron juntos buscando nuevos colores, sumergiéndose de lleno en las zonas oscuras de la vida...

Ella era la Dama del Amanecer, la que habitaba en sus sueños, hechizando su corazón con tormentas de colores... Sin embargo... una noche de luna negra ella se marchó lejos, muy lejos, buscando esencias de libertad en el sendero del crepúsculo vespertino.

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Ahora, él saborea lágrimas en noches solitarias y busca palabras que desentrañen el significado de la magia que le atormenta en su despertar, en la desdicha de un amor perpetuo no correspondido. Y mientras amanece, se deja llevar por la cálida mirada de la Luna... y recuerda el cielo azul, las figuras grises, el palacio blanco, la hierba verde, las flores rojas, amarillas, púrpuras, la cuadra marrón donde encontró esos ojos castaños, y el cabello negro de la Luna que prendió los colores en su interior.

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