Como siempre apurando, aquí os dejo mi relato de noviembre para el #OrigiReto2019, junto a la pegatina del mes.
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Este cuento me suena...
Hoy me he levantado rara. He dormido fatal y creo que hasta he mojado un
poco la cama, aggh. No volveré a dormir con la ventana abierta, creo que he
cogido frío. Desde el alfeizar una paloma me mira directamente a los ojos. Le
lanzo una zapatilla y me arrepiento inmediatamente, porque la paloma sale
volando y veo como la zapatilla desaparece de mi vista camino a la calle. Me
asomo corriendo para ver si tengo que pedir disculpas y veo un señor mirando
hacia arriba con cara de malas pulgas. Abro la boca para pedirle disculpas,
pero en ese momento me viene una arcada y… en fin, que no quiero mirar. Me
limpio la boca con la manga de la bata, cierro la ventana a duras penas con la
cuerda y le pongo el candado al nudo. Ya lo sé, un poco cutre, pero el
bricolaje no es lo mío y no tengo ni amigos ni dinero que me puedan arreglar la
ventana en condiciones. Me dirijo al baño a comprobar los desperfectos, definitivamente
estoy enferma. En el espejo solo veo ojeras, tengo la cara hinchada y mi
aliento huele a huevo podrido. Debería de volver a la cama y tirarme allí todo
el día, pero prometí echarle una mano a Pepe en el taller, así que me meto bajo
el grifo de la ducha y cubro mi rostro de maquillaje para evitar preguntas
incómodas de las vecinas. Pepe es mi mejor amigo y el mejor ebanista que
conozco. Es de los pocos hombres que no me trata como un objeto y tenemos
intereses comunes. Básicamente, nuestro desinterés por el sexo, que hace que el
vínculo establecido entre nosotros de forma natural sea más difícil de separar.
Aunque somos muy independientes y nos vemos muy de cuando en cuando, nunca nos
negamos un favor, así que cuando me pidió ayuda para terminar un trabajo —no de
madera, sino de la universidad—, no pude ni quise negarme.
Subo andando por mi calle con un fuerte dolor de cabeza y camino hasta
Atocha, donde tomo el tren dirección Fuenlabrada, la línea C5. Pensaba que un
poco de aire fresco me haría bien, pero a cada paso que doy me siento más
pesada y enferma. Ya en la estación tengo que entrar al baño un par de veces y
estoy tentada de llamar a Pepe y aplazar el encuentro para otro momento, pero
mi palabra está por encima de una mala noche, así que respiro hondo y me meto en
el vagón.
Llego a Fuenlabrada Central sobre las diez y a las diez y diez ya estoy en
la puerta del modesto taller, en el número 25 de la calle Nazaret. Cuando Pepe
me ve se preocupa y me regaña por haber tenido la cabezonería de ir hasta allí.
Debo de parecer un guiñapo, porque no es que yo vaya normalmente arreglada para
ir al taller de Pepe, ropa cómoda y discreta para evitar a los babosos de turno
en el tren, que aun así de cuando en cuando me sueltan lindezas sexistas a cuál
más burra. Si lo llegan a hacer hoy les reviento la cabeza.
Mando a Pepe al carajo un par de veces y le convenzo para que me traiga el
portátil y ver ese trabajo de primero de arquitectura que Pepe ha estado
preparando. Me quedo sorprendida por dos cosas: sus diseños y su terrible
ortografía.
—Pero Pepe, ¿por qué no usas el autocorrector?
—Yo qué sé, ¡me lío, me lío!
Siempre pasa lo mismo, a la mínima que algo le incomoda se pone a la
defensiva y sale corriendo a refugiarse en sus muebles.
Sonrío para mis adentros, pero en realidad estoy jodida. Me levanto y
siento como todo a mi alrededor se mueve.
—Joder Mari, ¡no te me caigas ahora!
Pepe me sujeta antes de que me desplome y me sienta en el sofá. Me abanica
con un papel y me trae algo de agua.
—Espera un minuto que chapo esto y nos vamos en la burra para el hospital
cagando leches.
Echa el cierre al taller en lo que tarda en cantarse un Padre Nuestro y
antes de que me dé cuenta estoy montada en la moto ajustándome el casco. En
cinco minutos estamos en la puerta de Urgencias del hospital.
El personal de allí no me debe ver con muy buena cara, porque me llaman
enseguida, saltándose a tres o cuatro abuelas indignadas. Pepe se queda fuera
esperando pacientemente. Lo de los médicos le da bastante yuyu y el hecho de
que haya pisado un hospital para ayudarme solo refuerza mi opinión sobre lo
maravilloso amigo que es. La doctora me hace tumbarme sobre la camilla y me
pregunta por dónde me duele. Le informo de los vómitos, el dolor de espalda, de
riñones, la pesadez que va creciendo y el malestar general.
—¿Cuándo tuvo la última regla?
—Hace dos semanas, ¿qué coño insinúa?
—No es posible —le escucho murmurar, mientras le hace gestos a la enfermera
para que vaya a buscar a alguien.
—Señora, ¿ha mantenido alguna relación sexual recientemente?
—No, ¿por qué? ¿Qué ocurre?
—¿Desde cuándo sufre estos síntomas?
—Pues desde esta mañana. He debido pasar mala noche porque me dejé la
ventana mal cerrada y un 8 de diciembre, en un séptimo piso, hace un frío que
pela.
Estaba muy desorientada y no entendía nada.
A la sala llegaron un par de doctoras más que me volvieron a tocar por
todos lados y a hacerme las mismas preguntas.
—¿Alguien me puede decir qué pasa?
—Señora, lo que ocurre es que está usted muy embarazada —dijo la doctora
que parecía la jefa. —Y si no sabe cómo ha ocurrido, una de dos… o le hago un
dibujo o nos tiene que empezar a decir con quién tomó copas hará unos ocho meses para avisar a la policía…
—¿Embaraqué? —noto como mi pulso se dispara, solo superado por mi
incredulidad.
—Según su estado de embarazo, dará usted a luz dentro de dos o tres
semanas. Enhorabuena…
Aquello no era posible. Yo ni siquiera tengo vida social. Paso las
mañanas tranquila en casa o ayudando a Pepe con sus cosas y por las tardes
trabajo haciendo galletas en una fábrica. Las noches son para mis lecturas y
mi manta. Es mi perfecta vida completa y feliz, no necesito a nada ni a
nadie. ¿Cómo coño puedo estar embarazada? ¿Me habrán inyectado algo?
Salgo del hospital sin decirle una palabra a Pepe, en total estado de shock.
Aquello escapa a toda lógica científica. O bien… solo hay una persona en el
mundo que tenga acceso a mi casa, a mi sueño, a mi cuerpo… pero no, Pepe no sería capaz de eso, ¿no?. Le miro y me muestra su mejor mueca de “no sé qué cojones pasa
pero aquí me tienes para lo que haga falta”.
Le doy las gracias y le digo que me encuentro mejor, pero que me vuelvo a
casa.
Tomo el tren de vuelta hasta Atocha y, como me encuentro mejor, decido dar un
paseo.
Entro al parque del Retiro y me detengo en la estatua del ángel caído. Está
llena de cagarrutas de paloma. Hay varios palomos en lo alto de la estatua y siento
como si me observaran. Incómoda, continúo mi camino.
De camino, me detengo en la comisaría a ponerle una denuncia a Pepe.
Jesús, y ahora qué narices hago con un crío y qué nombre le pongo…
FIN
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