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Aquí os dejo otra de mis historias. Si no os gusta, sois libres de mentir :-)
El embrujo del mar
El mar es un ente misterioso, lleno
de vida y secretos, origen de mitos y de nuestra existencia. Fascinante,
romántico, impetuoso y caprichoso. Me podía pasar horas contemplándolo, libro
en mano, sentado en la orilla mientras se mecía, acariciándome los pies y
retirándose justo a continuación.
Te preguntarás que por qué te cuento
esto. Verás, estoy muerto y no tengo gran cosa que hacer siendo un fiambre, así
que prefiero evocar y dar a conocer esos últimos y fantásticos días de mi
existencia, para que al menos sepas que me fui en paz, con una sonrisa en la
boca. Un poco irónica, sí, pero al fin y al cabo una sonrisa.
Bien, una vez captada tu atención
con lo de mi muerte, seguro que te estarás preguntando qué ocurrió para llegar
a tan funesto desenlace.
Gracias a la diosa fortuna, meses
atrás había obtenido un sustancioso premio en cierta lotería europea. A raíz de
esto, decidí romper con todo y lanzarme a vivir mi sueño de convertirme en
escritor. Compré una mansión a pie de playa en una tranquila isla del
mediterráneo y me trasladé allí sin revelárselo a nadie. Me dediqué a la vida
contemplativa; a leer, ver el mar, pasear por la playa e intentar activar esa
chispa de creatividad que brillaba por su ausencia.
Opté también por aparcar mi vida
sentimental hasta que el fuego del conocimiento resultara más intenso que el
del deseo.
Y así fue, hasta que apareció ella.
Ella, con su larga melena oscura y su piel blanca y pura como la luna,
meciéndose sobre el agua con gracilidad y soltura. Ella, con su reluciente y
plateada cola rasgando las olas… sí, no bromeo. Tenía ante mí al sueño de mil
marinos, a una auténtica sirena. A pesar de la distancia que nos separaba y del
profundo olor a mar, pude percibir la embriagadora esencia que desprendía. Me
adentré en el agua, pero se sumergió y desapareció de mi vista. Aquella noche
no pegué ojo. No estaba seguro de si lo vivido había sido real o fruto de una
ilusión de mi febril y necesitada mente de escritor, desperezándose aún de su
letargo.
Durante los siguientes días, pasé
buena parte del tiempo acudiendo al mismo lugar, sin éxito. Agotado y desilusionado,
empezaba a pensar que lo vivido había resultado ser una mera ilusión. Hasta la
noche en que Morfeo me sorprendió en la playa, tumbado en la fina arena de aquel
paradisíaco lugar. Tras un sueño intenso, desperté cegado por los tonos
anaranjados del sol sobre el mar, pero eso no me impidió verla a lo lejos,
observándome con curiosidad. Me abofeteé y me eché agua por encima. ¡Blrrrr!
No, no lo había soñado. Allí estaba, hermosa, reluciente, con su eterno cabello
en cascada sobre sus pechos y su inmaculada piel refulgiendo cual diamante, atravesándome
con su mirada. Me estremecí, sentía como si me desnudara con esos ojos y penetrara
hasta el fondo de mi mente.
Había leído algo sobre los mitos de
las sirenas. Principalmente en “La Odisea”, cuando Odiseo, ávido de escuchar su
canto, hace que sus compañeros de viaje le amarren al mástil para escuchar los
cantos de sirena sin sucumbir a su letal llamada.
Intenté devolver la intensidad de su
mirada pensando en que mi mierda de vida bien merecía ese riesgo y los que
viniesen. Y me sonrió. Creo que ese preciso instante de guiño cómplice fue el
que acabó por enamorarme.
Nadé hacia ella y en esta ocasión no
desapareció. Me esperó mientras recorría con su mirada mi cuerpo de alcachofa,
con un sorprendente e inesperado gesto de aprobación. Aquello parecía extraído
de un guion barato de película erótica de serie B. Pero qué demonios…
Me detuve a unos tres metros, sin
tener claro qué hacer. Estaba nervioso, descolocado y con mil interrogantes en
mi cabeza. Bastante hacía con mantenerme a flote. No podía dejar de contemplar
la majestuosa cola plateada que agitaba alegremente. Ni siquiera sabía si aquel
ser imposible era capaz de comunicarse verbalmente.
Ella misma se encargó de disipar
aquella duda. Se llamaba Ligia, pero me pidió que la llamara Ariel, como a la sirenita
del cuento, cuya historia adoraba. Estaba tan embobado por
su presencia, que si me hubiera contado que era un dragón también la hubiera
creído.
Resultaba cuanto menos curioso su
conocimiento del mundo humano, así que, tras asegurarme de que no había cámaras
cerca, me aproximé y le pregunté directamente si me estaba tomando el pelo. Al
instante, se sumergió en el agua y, con un movimiento preciso y elegante, me salpicó
y se situó junto a mí. Tomó mi mano derecha y la posó sobre su tronco inferior,
no sé bien como llamarlo. Pude sentir su energía, su escamosa pero agradable
piel palpitando con mi contacto… una sensación indescriptible que despejó cualquier
duda sobre la irracionalidad de la situación. Me hallaba ante una auténtica
sirena, que, por motivos inexplicables que me importaban un carajo, mostraba
interés en conocerme. Para terminar de desquiciarme, fue dibujando en su piel
un corazón imaginario con la yema de mis dedos. Al sentir los bordes del
corazón imaginario bordear sus pechos, no pude disimular una flagrante excitación.
Tras darme un sensual y lento beso en el dedo índice, me susurró unas palabras
y se sumergió en las profundidades. ¿Cuántas horas habían pasado? Había perdido
la noción del tiempo. Solo sabía que tenía un hambre atroz y un ansia
insatisfecha a la que tendría que dar salida por mí mismo una vez más. Para más
INRI, al regresar no había ni rastro de mi toalla ni de mi bolsa playera, donde
guardaba mi teléfono y mi cartera. Ni me importó, en realidad. No necesitaba ni
deseaba comunicarme con nadie que no fuera ELLA. En mayúsculas, como mi
calentura aún latente. Mierda, tenía que hacer algo con eso.
Llegué a casa y me di una ducha fría
para poner en orden mis ideas y volver a repartir la sangre por mi cuerpo de
manera equitativa. No recordaba haber
tenido con nadie una sensación tan intensa. Vi en internet que la mayoría de
los artículos de sirenas hablaban de mujeres que se dedicaban a montar shows en
acuarios y en piscinas imitando a Daryl Hanna en Splash. Ariel era diferente, real,
un mito viviente. Tres días, tres, y descubriría si los pellizcos que me daba a
cada rato dolían también en sueños o me estaban guiando hacia una
extraordinaria realidad que jamás hubiera imaginado. Aquella noche empecé a
escribir esta historia. El por qué no pude terminarla vivo, es tan ridículo que
prefiero llegar a ello tras contarte los mejores momentos de mi vida.
Ariel me había citado junto a las
rocas al anochecer. Llegué allí y me senté al borde a disfrutar de la belleza
del ocaso. La sensación de libertad, con las piernas colgando en el aire, era
inenarrable. Bueno, lo hubiera sido si no la estuviera narrando ahora, claro.
Transcurrieron un par de horas en los que la noche engulló al día, dejando únicamente
el resplandor de aquella enorme luna llena. Ya dudaba de si acudiría, cuando de
repente me invadió un intenso aroma a sal y jazmín. Al notar el contacto de una
mano sobre mi hombro pegué un salto y estuve a punto de precipitarme al agua. Jamás
olvidaría aquel momento, el chispazo atravesando mi cuerpo en forma de
escalofrío, la placentera sensación de su tibia mano…
Sabía que era ella incluso antes de
girarme. Su silueta relucía en la noche clara. La luna acentuaba el tono
azabache de sus cabellos. No pude sino detener mi mirada en sus piernas imposibles,
torneadas, perfectas, envueltas en una toalla, mi toalla.
¡Piernas!
¿Cómo era posible? ¿Me había estado engañando todo este tiempo? ¡Qué estúpido!
¿Cómo había podido pensar que aquella mujer era una criatura mitológica real?
Debía de haber dejado su cola postiza guardada en el vehículo de su compinche,
quien seguramente habría robado mis pertenencias mientras yo hacía el idiota
babeando con ella en el agua. No era descartable que aquello fuera otra trampa.
Miré alrededor esperando que en
cualquier momento apareciera algún fulano con malas intenciones, pero nada de
eso ocurrió. Allí seguía ella, con su suave mano en mi hombro, que yo sentía
como la caricia de una pluma de ave celestial. Y es que, a pesar de todo, tenía
un halo seductor que hacía que no pudiera apartar mis ojos, ligeramente
indignados, de los suyos.
De repente, bajó la mirada, torció
el gesto y me confesó su secreto. Me contó que había escogido esa noche porque solo
en luna llena se podía relacionar con humanos como igual gracias a un viejo
hechizo, aunque solo por unas horas. Al amanecer, recobraría su forma y, si por
algún motivo, no llegara al mar a tiempo, moriría en cuestión de segundos. Entre
lágrimas, confesó también lo sola que se sentía, pues su pueblo había
abandonado esas aguas por otras más frescas y tranquilas, quedándose ella atrás
por su atracción hacia nuestro mundo.
Ya no sabía qué creer. Aquella
declaración me había dejado totalmente descolocado, kaput. La intenté
reconfortar pasando mi brazo sobre sus hombros. He de reconocer que, con tantas
sensaciones contrapuestas, mi cabeza ya no sabía a qué atenerse y, en esos
casos, siempre me fiaba de mi instinto. Al parecer funcionó, ya que se enjugó
las lágrimas y me regaló una inmensa sonrisa azul. ¡Qué fácil era perderse en
esos ojos!
Prosiguió su confesión con la parte
que me atañía directamente. Me había estado observando durante un tiempo y le
había encandilado el modo en el que canturreaba al mar, mi mirada perdida
viendo ponerse el sol sobre el agua, mis garabateos en el cuaderno tumbado sobre
la arena cerca de la orilla, en definitiva, había percibido esa soledad que
ella también compartía, lo que le había llevado a dar el crucial paso de
revelar su origen, algo muy peligroso para los de su especie.
Estaba perdidamente enamorado.
Caminamos hacia casa a la luz de la luna, en una estampa que hubiera resultado
perfecta de no ser porque, cada tres pasos, yo miraba de reojo las sombras que
proyectaba la luna e intentaba atisbar cualquier movimiento, temiendo un asalto
repentino. Que, al fin y al cabo, uno era enamoradizo, pero no gilipollas. O no
demasiado. Mas no hubo tal asalto. Llegamos sanos y salvos, recogí la llave de
su escondrijo y acompañé a Ariel al interior. Una vez dentro, me devolvió la
toalla con toda naturalidad, dejándome más rojo que un tomate. Me percaté entonces
de que la desnudez era tan natural como el respirar para una criatura como
aquella, acostumbrada a sentir siempre el contacto del agua con su piel…
Anonadado y sonrojado, le ofrecí uno
de mis pijamas y se lo puso de forma diligente, no sé si por cortesía o porque
a esas horas ya hacía fresco para ir desnuda. Después, se acurrucó en el sofá y
me preguntó si tenía palomitas y la película de La Sirenita. Surrealista. No
pude complacerla en eso, pero sí tenía “Largo domingo de noviazgo”, así que
preparé unas palomitas y nos acurrucamos en el sofá viendo las aventuras y
desventuras de una genial Audrey Tautou. Nos abrazamos, reímos, lloramos y nos
besamos como dos pipiolos adolescentes hasta que acabó la película. Después la
volvimos a ver. Y después otra vez… Hasta que se levantó y se despidió
corriendo hacia la playa un tanto apurada. Eran las cinco de la mañana y no
faltaba mucho para el amanecer.
Al día siguiente, repetimos sofá y
palomitas, aunque en esta ocasión se dedicó a leer todos mis viejos textos que
nunca me había atrevido a publicar. Estuvimos leyendo, recitando y debatiendo
hasta bien avanzada la madrugada.
Otro día le pregunté por su mundo y
me contó las maravillas de la ciudad submarina abandonada en la que todavía
vivía. Me prometió enseñármela algún día y acepté encantado la invitación.
Llegar a un sitio donde ningún otro ser humano había imaginado llegar,
convertir el mito en realidad, era todo un desafío.
El caso es que, sin comerlo ni
beberlo, se acabó el ciclo lunar y con ello el efecto del hechizo hasta el
siguiente periodo. Ese tiempo se me hizo eterno, ya que se evaporó durante el
día también. Yo no daba pie con bola, no
podía escribir ni dormir. Me llegué a preguntar si no le habría ocurrido algo a
la vuelta hacia su hogar o si se había aburrido de mí.
Todas mis inseguridades
desaparecieron semanas después, mientras reflexionaba tumbado sobre las rocas,
al verla trotar hacia mí alegremente y fundirse en un intenso abrazo rematado
por un largo y cálido beso en los labios de intenso sabor a mar y deseo. De
nuevo la luna refulgía brillante, sin nube alguna que osara interponerse en el
camino entre sus rayos y nuestras siluetas, que se movían acompasadas mientras
hacíamos el amor. En mi cabeza bullían mil preguntas, pero no podía dejar de
alimentarme de esa piel tibia y salada que se estremecía y sorprendía con cada
arrebato de mi boca.
Nos dejamos llevar por el fuego de
la pasión y el influjo del plenilunio y dimos rienda suelta a nuestros deseos
hasta que yacimos exhaustos. Acababa de descubrir que mi vida solo tenía
sentido por y para ella. Tras el éxtasis, nos fundimos en un abrazo y nos quedamos boca arriba contemplando
las estrellas hasta que llegó la hora de la despedida.
A la noche siguiente no apareció. Ni
a la siguiente, ni a la otra. Yo ya estaba desesperado pensando en qué habría
podido ocurrir. Por fin, una noche regresó con lágrimas en los ojos. Me relató
sollozando la ira de Poseidón, su padre, al enterarse de que se había quedado
prendada de un humano. Tras sus ruegos, se había mostrado benévolo y le había
dado un ultimátum a fin de dar su consentimiento a la relación. Quería
conocerme. De no cumplirlo, rompería para siempre el hechizo que le permitía
ser humana. Menudo cabrón, pero contrariar a un futuro suegro que además pasaba
por dios del mundo marino, igual no era la mejor de las ideas.
Nervioso, pero dispuesto a todo,
acepté pues embarcarme en tamaña aventura. Dejé que Ariel se ocupara de la
logística y me fui a la cama con mucho que pensar de cara al día siguiente.
Apenas pude pegar ojo. Solo me
asaltaban inquietudes y pensamientos absurdos a los que no hallaba respuesta. Me
aterraba tener que sumergirme en mar abierto y bucear a tanta profundidad para
encontrar la ciudad submarina donde me aguardaba una deidad furiosa junto a su
corte marina, aunque confiaba en la magia de las sirenas, ya que había sido
testigo de la misma. También me preguntaba cómo sería la comunicación en el
agua. ¿Telepática? ¿Por gestos? Por otro lado, ¿cómo resistiría mi cuerpo a
tanta profundidad? Y, sobre todo, ¿qué recibimiento tendría?
En cualquier caso, iba a vivir algo
que nadie jamás había vivido. Poco importaba en ese momento que nadie me
creyera. Uno de los motivos que me habían llevado a aquella isla era el vivir sin
tener que rendir cuentas a nadie. No iba a renunciar a la experiencia más alucinante
de mi vida por mis inseguridades. De perdidos al mar. Mediterráneo, nada menos…
Llegué al embarcadero y alquilé una lancha
motora. Tras unas instrucciones básicas de manejo, me dirigí hacia el punto acordado.
Lucía un día soleado, apenas soplaba una ligera brisa. Al llegar ya me estaba
esperando, puntual. Se elevó con sus potentes brazos apoyados en la lancha y me
lanzó una bolsa que contenía una mochila con los útiles necesarios: un completo traje de neopreno, plomos, aletas,
unas gafas y un vial con un líquido color turquesa, que, según me contó, me
permitiría respirar en el agua durante las siguientes doce horas, además de
comunicarme con su gente y resistir sin dificultad la presión por la profundidad
que íbamos a alcanzar. Me avisó de los posibles efectos inmediatos del líquido
a injerir, una pequeña desorientación y un subidón de adrenalina, pero aseguró
que no nos sumergiríamos hasta que me encontrara a la perfección.
Me enfundé el neopreno y me coloqué
los plomos y las aletas para facilitar el descenso. Por último, me bebí el vial
y me lancé al agua. Como había anunciado Ariel, la primera sensación fue de aturdimiento.
Sin embargo, su cálida mano me reconfortó y en unos segundos se disipó el efecto.
Mi instinto inmediato fue pedirle que iniciáramos la inmersión al momento. Me
sentía inmortal, con una energía inagotable y un ansia de aventura
inexplicable.
Llené mis pulmones al máximo e
iniciamos el descenso de forma vertiginosa. Era prodigioso verla descender con
esa naturalidad y sin ningún otro recurso que su propia naturaleza.
Descendimos, diez, veinte, no sé, muchos metros y me empezó a entrar la
anunciada angustia por la escasez de aire en los pulmones. Traté de mantener la
calma y actuar como me había indicado. Solo tenía que respirar, dejar que mi
mente fuera consciente de que podía hacerlo sin ningún problema.
En ese momento, comencé a notar el
tan esperado cambio. No solo podía respirar, sino que a mis pies se abría una
maravillosa autopista de luz y color que terminaba, muy al fondo, en una
hermosa ciudad con bóveda de cristal. No parecía estar tan lejos. Me miré a los
pies por un instante y me quedé anonadado al ver que, donde antes tenía pies,
ahora había una cola de pez. ¡Me había convertido en “sireno”! Aquello era
fantástico, inimaginable. De la emoción que sentía tardé en darme cuenta de que
hasta había dejado atrás a Ariel, que me miraba complacida y sonriente.
Finalmente, tomé aire con toda la confianza y energías que tenía, pero algo
salió mal. El agua salada invadió mis pulmones y me entró un poco de psicosis.
Intenté remontar hacia la superficie con mi espléndida cola pero, a pesar de mi
poderosa energía me seguía hundiendo sin remisión. Me mordí con ganas la mano
para descartar que aquello fuera una pesadilla, pero eso solo sirvió para que
la visión de mi recién adquirida cola de sirena desapareciera y volvieran el
neopreno y los pesos. Los malditos pesos. Me liberé de ellos, pero tarde. Estaba
demasiado lejos de la superficie, había tragado demasiada agua y mi capacidad
pulmonar ya había dado de sí mucho más de lo esperado.
Mientras me resignaba a aquella
muerte tan absurda, vi hundirse en las profundidades una cola de sirena con
unos pesos en su interior. De Ariel no quedaba nada, aparte de ese postizo que
se sumergía en la oscuridad, como pronto haría yo también. Un tributo a
Poseidón, qué gran ironía. Y qué estupidez la mía…
Fallecí, sí. Y no, no había ninguna
ciudad de sirenas mágicas. Pero para mi sorpresa, me tuve que tragar mi orgullo
de ateo al descubrir que, a pesar de estar más cadáver que un “cinco jotas”,
seguía teniendo consciencia y era capaz de ponerle palabras a la misma. De
hecho, no solo tenía consciencia, sino que tenía acceso a la mente del resto de
personas con las que hubiera tenido contacto en vida.
Me enteré así de que su verdadero
nombre era Marta y había sido tricampeona de España de apnea e internacional
olímpica en natación sincronizada.
La habían contratado para rodar un
anuncio de un perfume en el que tenía que lucir sus magníficas dotes de atleta
acuática haciendo piruetas con ese traje de sirena. Para practicar, había
escogido ese rincón tranquilo, alejado de mirones, salvo, como no podía ser de
otra manera, el imbécil que suscribe. Por supuesto, su interacción conmigo no
estaba planeada, pero el juego de sirena y príncipe le hizo gracia y decidió
darme carrete. El asunto se fue complicando poco a poco hasta el día que extravié
mis pertenencias. Sí, no hubo ningún robo, solo un gran despiste. Tras mi
marcha Marta encontró la bolsa y supo de mi fortuna al curiosear en mi
teléfono.
A partir de entonces, lo que había
sido un vulgar tonteo con alguien que le había parecido mono y divertido, se
había convertido en una puerta a un posible futuro resuelto pleno de
comodidades y a despedirse de esos anodinos encargos publicitarios por los que
le pagaban una miseria y solo servían para que los cuatro que la reconocieran
por la calle le fueran babeando, en el mejor de los casos. Toda su vida
dedicada al deporte y al sacrificio para que luego nadie le reconociera por sus
méritos y medallas sino por el anuncio de perfume que hacía medio desnuda…
Al verme tan entregado, llegó a
dudar de si llevar a cabo su macabro plan, que dependía fundamentalmente de mi
total credulidad y estupidez y de su capacidad de mantener la cabeza fría.
Supongo que matar a alguien no es
fácil. Claro que, técnicamente, ella no me mató. Fui yo quien se metió en el
agua con el traje y los plomos, quien se bebió ese líquido de dudosa procedencia
que no era sino un alucinógeno diluido en zumo de lima y quien decidió tomar
aire a veinte metros de profundidad, creyendo que la magia de las sirenas le
permitiría hacerlo sin problemas. Que ahora lo leéis y decís, ¡qué gilipollas!,
pero había que estar ahí, en situación, con el sentimiento de soledad y la
necesidad de comprensión, cariño y, qué coño, sexo, que arrastraba.
Y ahí la podías ver ahora, tan
pancha, repantigada sobre mi enorme chaise-longue, viendo una película en mi querido
proyector. Mi casa se había convertido en su refugio de lujo, un lugar solo
para ella, sus pensamientos… y mi jacuzzi. Era una mujer precavida, nunca
llevaba a nadie a la casa ni pedía comida a domicilio.
Pasaron varios meses hasta que cierto
día, tras una de sus carreras matutinas por la playa, se sorprendió al ver una
estatua de sal a tamaño natural sobre las mismas rocas que fueron testigos de
nuestra pasión. Al observarla con atención se quedó totalmente helada. Ante sí,
tenía una estatua de un hombre con cola de sirena, un hombre con mis facciones.
Pálida, giró la cabeza temiendo encontrarme. Pero aquello no era cosa mía.
Ante la macabra escena, decidió
deshacerse de la estatua. No estaba fijada al suelo, así que, empleándose a
fondo, consiguió desplazarla hasta el borde de las rocas y lanzarla al mar. Respiró
aliviada al verla hacerse añicos contra las rocas, aunque todavía había de
lidiar con quien la hubiera puesto allí. Yo era su principal sospechoso, como
si hubiera sobrevivido al más puro estilo de “El Conde de Montecristo” o “Retorno
a Edén”.
En fin, qué más quisiera yo. Y así
llegamos al ahora. Esto, querida Marta, es voluntad del dios de los mares. Un
dios enrollado cuando le llegas a conocer, aunque algo rencoroso con eso de que
le utilicen. Huye. Corre. Te lo estoy susurrando al oído, pero no me
escuchas. Poco más puedo hacer. O igual no quiero. Si te das la vuelta, igual
lo descubres. Bien, veo que por fin lo haces. ¿Lo ves? Ahí está la estatua otra
vez. No, no pongas esa cara de terror. ¿Por qué no corres? ¿Te rendiste? Vaya,
debe de ser una sensación parecida a la de respirar bajo el agua. Ya ves, me
está aflorando todo el rencor ahora. No es cosa mía, pero si pudiera, también
estaría desplazando lentamente esa estatua con mi mente. Sí, esa estatua que,
como ves, no solo ha vuelto a su sitio intacta, sino que se aproxima
irremisiblemente hacia ti. Te impacta, te arrastra y caéis al agua, tu hábitat
natural, ¿no? Y sin embargo no puedes zafarte del fuerte abrazo en el que te
envuelve la figura viviente. Te hundes mientras tu mente consciente intenta sin
éxito hacer reaccionar a tu cuerpo. Una muerte lenta, angustiosa, hasta que te
ensartas en su tridente y todo termina. Quien juega con el embrujo del mar,
acaba devorado por él. Bienvenida, espero que me hagas un hueco para toda tu
eternidad…
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