Aprovechando la historia de Octubre del Origireto2019 (ver post anterior), he decidido subir la historia original de "El Príncipe Letargo". La escribí hará unos 20 años aproximadamente, ya no recuerdo. Espero que os guste o que mintáis bien ;-). Os recuerdo que los comentarios salvan vidas y desgravan.
El Príncipe Letargo
“En todos los corazones habita la fuerza del
enamorado,
que se alimenta
de sueños, como la flor corazón”
(de "La Carta")
Nació en un día
lluvioso, y las lágrimas le acompañaron al despertar. Lloró por verse privado
del plácido sueño que él creía eterno, y se encontró con la vida, anhelando su
anterior letargo. Nació en blanco, y en blanco pasó sus primeros años, hasta
que descubrió los colores del exterior. El cielo era azul, casi siempre. El
jardín era verde, y rojo, y amarillo, y púrpura, pero sobretodo verde. Al
príncipe Letargo le gustaban los colores vivos. El palacio era blanco. Sus
padres eran grises...
Por las noches él dormía y soñaba con
flores en el cielo...
Para Letargo, el jardín era el
exterior. El universo constaba de un enorme palacio blanco y un jardín verde, y
rojo, y amarillo, y púrpura. El cielo dentro del palacio era blanco. En el
exterior era azul, casi siempre...
Letargo creció en el silencio del
blanco palacio, y fue aprendiendo los secretos de la vida, seis días a la semana,
durante cuatro horas. Descubrió los números, aunque no podía tocarlos, aprendió
geografía, aunque no entendió que el exterior pudiera tener otro exterior. Se
guardó sus pensamientos.
En el blanco palacio, algunos días veía
a sus padres. Eran fáciles de reconocer, eran grises.
Por las noches él dormía y soñaba con
universos de colores.
Un día Letargo cumplió diez años. Le
regalaron un caballo y más tarde le pusieron una corona en la cabeza. Sus
padres se habían metamorfoseado a otro gris más ligero, según le habían
comunicado. A partir de entonces dejó de verlos en el blanco palacio, pero
tenía un caballo.
El caballo de Letargo vivía en una
cuadra marrón, rodeado de heno. El príncipe no conocía el nombre del caballo, y
no se atrevía a ponerle uno equivocado. Una niña morena cuidaba del caballo sin
nombre. La niña miraba al príncipe con desdén mientras acariciaba al caballo y
le daba blancos terrones de azúcar. Letargo no se atrevía a pedirle uno.
Por las noches él dormía y sentía su
corazón cabalgar al viento...
Cuando tenía 17 años le ilustraron
acerca de su futuro y el tránsito de príncipe a rey. El joven señaló que le
gustaban los colores vivos y no quería ser gris. Entonces le explicaron aquello
del destino. Se casaría con la princesa de su elección al cumplir los 18.
A él sólo le apetecía dormir. Dormir para soñar.
La muchacha de la cuadra le enseñó a acariciar al caballo. Tenía los
ojos grises, ovalados. Los ojos de la niña eran castaños... A la chica le
gustaba hablar, y no dejaba de hacerle preguntas, preguntas directas que le
llegaban al alma y que nunca se sentía preparado para contestar. Sin embargo,
aquella nueva sensación le atraía.
Aquella noche decidió
buscar los colores en su interior. No los encontró en sus recuerdos, así que se
puso a dormir...
Todas las semanas, una princesa venía a palacio a presentar sus
respetos al futuro rey. La mayor parte eran hermosas mujeres de exquisitos
modales y forzada sonrisa que adoptaban las sumisas actitudes que les habían
inculcado. Letargo miraba a través de sus preciosos ojos verdes, azules,
púrpuras o negros y solo discernía una esencia gris en su futuro. Su tutor le
reprochaba su falta de entusiasmo ante la inminente boda y su desatención hacia
sus bellas pretendientes. Él prefería salir a pasear con su caballo y admirar
las flores rojas, amarillas, y púrpuras. El cielo azul...
La muchacha se fue convirtiendo en una aliada del príncipe, en cuanto
Letargo fue conociendo las respuestas a sí mismo. Supo que ella se llamaba
Hydra, y que los nombres no implicaban un destino. Descubrió que por las noches
el cielo azul se oscurecía, y las estrellas brillaban en torno a una luna.
Sintió el frescor del rocío al amanecer y el tímido despertar de las flores. Y
todo mientras ella hablaba, no dejaba de hablar, con sus ojos castaños, y el
pelo negro como la luna cuando se esconde, y el amanecer rojo...
Faltaban dos días para su cumpleaños, para su boda, y el cielo seguía
azul durante el día, casi siempre. Finalmente, su tutor había elegido para él a la princesa
Talis, una linda y dulce muchacha avalada además por una
muy generosa dote. Letargo estaba convencido de que esa boda no se
produciría, mas optó por esperar.
El día que
cumplió los dieciocho años el cielo estaba gris, pero las flores brillaban y resaltaban
sus vivos colores. Los invitados fueron llegando al blanco palacio, y el
ajetreo de última hora rompía el cándido silencio habitual. La ceremonia se iba
a efectuar en la sala del trono, donde ya se escuchaba la música previa. Los
ojos del príncipe refulgían llenos de excitación y el fuego le quemaba por
dentro. Se acercó a la habitación donde Talis se ponía su blanco vestido. Tardó
un poco en conseguir que le dejaran acceder hasta ella, pero no pudieron frenar
su energía interior. Cuando Letargo la miró, sintió que ella ya había
comprendido todo lo que quería hacerla entender, sin necesidad de
explicaciones. Sin dejarle pronunciar palabra, se acercó a él, le dio un tierno
beso en la mejilla, sonrió y le dijo: “Adelante, y suerte. Deseo de todo corazón
que vuesa merced sea feliz.” El príncipe pensó para sí que jamás llegaría a
entender ese sexto sentido que poseen las mujeres, cómo pudo leer en sus ojos y
ver los colores en su interior. Volvió a la sala del trono y se dirigió a los
asistentes. Se percató de que ninguno le prestaba verdadera atención. Les
señaló que si como príncipe tenía el privilegio de elegir esposa, ya lo había
hecho. Y que ella no era Talis, sino la Dama de la Luz. A continuación, entre
murmullos de sorpresa y curiosidad por saber quien era la susodicha damisela,
Letargo colocó la corona sobre la cabeza de su tutor y se marchó para siempre
de aquel palacio blanco, pálido, y triste. Se encaminó a la cuadra, donde Hydra
cepillaba a su caballo. Ella le miró como miran las estrellas, y puso color a
sus recuerdos, a los que quitó el tiempo. Ensilló el caballo y cabalgaron
juntos buscando nuevos colores, sumergiéndose de lleno en las zonas oscuras de
la vida...
Ella era la Dama del Amanecer, la que habitaba en sus sueños,
hechizando su corazón con tormentas de colores... Sin embargo... una noche de
luna negra ella se marchó lejos, muy lejos, buscando esencias de libertad en el
sendero del crepúsculo vespertino.
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Ahora, él saborea
lágrimas en noches solitarias y busca palabras que desentrañen el significado
de la magia que le atormenta en su despertar, en la desdicha de un amor
perpetuo no correspondido. Y mientras amanece, se deja llevar por la cálida
mirada de la Luna... y recuerda el cielo azul, las figuras grises, el palacio
blanco, la hierba verde, las flores rojas, amarillas, púrpuras, la cuadra
marrón donde encontró esos ojos castaños, y el cabello negro de la Luna que
prendió los colores en su interior.
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