Me acaba de venir a la mente esta bonita leyenda céltica. Aquí os la dejo, dedicada a mi amiga Peña, a la que tengo un tanto dejada pero nunca olvidada. Pulsa el play para escuchar la música del disco del que extraje la leyenda...
En Irlanda, hace ya mucho tiempo, el rey Connacher, de la familia Ulster,
se encontraba en el Gran Salón de su palacio subido a una tarima hecha con
madera de viejos robles. Finalizado ya el día, el crepúsculo marcaba el comienzo
del Samhaim. Más de mil personas se habían congregado y reinaba una alegre
algarabía mientras los criados del rey se preparaban para la primera noche de
la fiesta. Los caballeros del rey, los Caballeros de la Rama Roja, habían
dejado sus armas y sus cotas de malla para unir sus voces, entonando canciones
de grandes aventuras. A pesar del regocijo imperante, Cathbad, el druida, se
encontraba solo en la ventana arqueada de piedra contemplando con mirada
distante el otro mundo. Tan sólo Malcolm, el arpista del rey, se sentía
tranquilo, pues tenía a su esposa Elva embarazada. Estaban sentados los dos en
un rincón oscuro del Gran Salón, conversando cariñosamente en susurros.
El rey Connacher alzó su cuerno de vino con ademán de grandeza. Cuando ya
se disponía a pedir que comenzase la ceremonia, se oyó un penetrante grito y la
estancia quedó en completo silencio. Los caballeros más veteranos desenvainaron
sus armas, prestos para la lucha.
--- No os mováis -- ordenó el rey ---. No deis un solo paso hasta que no sepamos
la causa de ese ruido.
Cathbad avanzó hacia el Gran Salón y alzó su bastón. Se quitó la capucha de
la capa y sus cabellos plateados reflejaron el claro de luna. Su rostro,
arrugado como una manzana en invierno, se alzó pausadamente y le dijo al rey:
--- He estado observando esta semana las nubes, la edad de la luna y las
posiciones de las estrellas.
Se acercó, después al lugar en que estaba echada Elva. Le puso la mano
sobre el vientre y dijo:
-- Es el bebé el que ha gritado. No es un bebé corriente. Es una niña de
gran belleza y su nombre será Deirdre. De su belleza surgirá una afilada espada
que partirá el árbol de Ulster. Los reyes querrán desposarse con ella y será un
desastre. La Rama Roja se dividirá y habrá luchas y guerras por su causa.
Dicho esto, se retiró de nuevo a su contemplación del firmamento.
-- ¡Que muera esa niña! --- gritó uno de los caballeros---. ¿No vale acaso
menos la vida de un niño que la destrucción de muchos? ¿Qué decís vos, rey
Connacher?
El rey sabía que las profecías del druida eran exactas, pero la curiosidad
que le produjo una belleza tan extraordinaria pudo más que él. Se dirigió a los
presentes y dijo, con voz sosegada:
-- No es bueno que los padres vean morir a un hijo. Y tampoco yo debo
provocar dolor en el corazón de mis invitados.
Muchos se agitaron, murmurando entre ellos, nada convencidos.
-- Esta niña nacerá -- continuó el rey--. La mandaré criar en un lugar
apartado y yo mismo me desposaré con ella cuando crezca. Estando a mi cargo y
siendo después mi esposa no podrá causar rivalidad ni daño alguno. Así
conseguiré eludir la profecía.
A las dos semanas nació la niña Deirdre. Antes de que transcurriera un año,
el rey hizo construir sobre la ladera de un monte alejado una casa de piedra
con el techo de paja. Se plantó alrededor de la choza una estupenda huerta
rodeada de un muro circular. Deirdre vivía allí cuidada por Levercham, una
joven narradora de historias que gozaba de la confianza del monarca y que
también se había criado en casa del rey Connacher. El rey confiaba en ella más
que en nadie.
Deirdre se crió en los amplios terrenos de caza. Levarcham le enseñó cuanto
sabía sobre hierbas, flores, árboles y cielos y también le enseñó a tocar el
arpa y a cantar. Deirdre se iba haciendo más paciente y bondadosa cada día.
Tenía el pelo carmesí y la piel del color de la miel, como una orquídea dorada.
Las mejillas, los labios y las puntas de los dedos mostraban un leve tono de
carmín. Contemplarla era descubrir que la mirada se deslizaba, como queriendo
aferrar algo de ella que no encajaba con lo demás. Estimulaba la imaginación
con miradas o gestos que otorgaban significado especial a los objetos
corrientes. Si se arrodillaba para acariciarle la cabeza a un buen perro de
caza, se tenía la sensación de que todos los animales eran bondadosos. Su
cuerpo revelaba la fuerza de su corazón y era como una mina sin fondo donde
poder explorar incesantemente la vida.
Un día del otoño en que Deirdre cumplía quince años, Levercham le dijo que,
una vez cumplidos los dieciséis, se casaría con el rey en la primavera
siguiente. Eso le entristeció y la hizo deprimirse. Levercham comprendía su
desazón.
-- De todas formas, tendrás que casarte con el rey -- le dijo --. Será el
gran honor de tu vida.
Deirdre suspiraba y se negaba a comer.
Un día, sentada de madrugada junto a la ventana, Deirdre contemplaba una
nevada inusualmente temprana. Un grupo de cuervos descendió de pronto a la
huerta y uno de ellos se posó en la nieve para darle picotazos a una hermosa
manzana que acababa de caer.
-- Vaya -- dijo Deirdre --, ese cuervo se parece al hombre que vi anoche en
sueños. Tenía el pelo oscuro como las cornejas, la piel blanca como la nieve y
las mejillas rojas como esa manzana. Él será mi marido.
Pero Levercham la llamó, haciendo que se apartara de la ventana, y aquella
visión se convirtió en un recuerdo.
Tras aquel lento invierno de cielos grises y trémulos llegó la primavera.
Una mañana en que había salido a coger flores silvestres con Levercham a hora
temprana. Deirdre oyó una voz que cantaba alegremente. Tres cazadores iban por
un sendero que bordeaba el lindero más septentrional del bosque Real. A Deirdre
le pareció encantadora aquella canción, pero los cazadores no repararon en su
presencia. Viéndolos pasar, Deirdre se fijó en el primero de ellos, que era
también el más alto. El cazador se adentró de repente en el bosque y los otros
dos prosiguieron su camino.
-- Es el hombre de mi visión -- dijo Deirdre, incrédula.
A los pocos segundos no fue ya capaz de contenerse más y se recogió las
faldas a toda prisa para perseguir al cazador que se había adentrado solo en el
bosque.
Lo encontró en un amplio claro que había en el bosque. Arriba se extendía
una cúpula de altos robles cuyas ramas se tendían entre unos y otros sin llegar
apenas a tocarse. Notó en el aire plumoso una fuerza para ella desconocida. Se
acercó al cazador, que la observaba ya con atención. Deirdre alzó la mirada
hacia él. De reojo vio rayos de luz, descendientes, aunque a ella le pareció
que salían de la tierra en dirección al cielo. Se le aceleró el corazón al
acercar su blanco rostro al de él. Aguardó un instante y después le dio un beso
e hizo un pequeño discurso en voz baja:
-- Te amaré como en épocas pasadas, cuando Dectera amó al arpista verde y
se escapó con él para siempre. Mi beso contraría los deseos del rey y me he
escapado de casa sin permiso. Con la luna nueva vendrán a llevarme a su palacio
para que sea su esposa. Debes llevarme lejos de aquí.
El cazador la miró y dijo:
-- Yo soy Naois, el mayor de los hijos de Uisnach.
Nunca había visto semejante belleza y temblaba al hablarle, pues se había
percatado de la identidad de la joven a quien tenía en sus brazos.
-- ¿Acaso no recuerdas la profecía del druida? Todavía te da tiempo a
regresar.
-- Para mí este momento vale más que diez vidas enteras con Connacher.
A Deirdre le bastó con mirarle a los ojos una sola vez. Naois resolvió allí
mismo entregarle su amor.
Huyeron juntos y se reunieron con los hermanos de Naois. Allen y Arden,
quienes, aunque acogieron de buen grado a Deirdre, temieron por su hermano.
Juntos llegaron a la misma conclusión de que deberían marcharse esa misma
noche, por lo que hicieron acopio de provisiones y partieron a toda prisa,
trasladándose por mar a su exilio en Alba, es decir, Escocia.
Naois, Deirdre, Allen y Arden se instalaron en las fuentes del lago Etive.
Construyeron una casa de arcilla roja en lo alto de una cascada y le pusieron
por nombre Granian Deirdre, que significa "el soleado hogar de
Deirdre". Los montañeses de Argyll dieron la bienvenida a los grandes
guerreros. Naois atrapaba salmones en el río y ciervos en el valle y Deirdre
pensaba que no podría existir nadie tan satisfecho como ellos. Vivieron felices
durante muchas lunas.
En Irlanda, el rey Connacher no tenía ya enemigos, pues los había derrotado
con la fuerza de las armas o bien había hecho las paces con ellos, con lo que
había afianzado su derecho a gobernar. Su país gozaba de prosperidad, pero él
se mostraba inquieto. Dos años después de que Naois se exiliase, acudió una
noche a ver a Cathbad. El druida lo escuchó en silencio, pues sabía
perfectamente lo que apesadumbraba al rey.
El rey Connacher lo expresó de este modo:
-- Nuestros mejores hombres, las tres antorchas gaélicas de Naois, Allen y
Arden, no están entre nosotros. No es bueno que estén exiliados sólo por causa
de una mujer. Pienso enviar a Fergus mac Roigh para anunciarles que el rey los
perdona e invitarlos a volver a Ehmain Macha para una gran fiesta.
-- Que así sea -- dijo Cathbad.
Y así se hizo.
Fergus llegó al lago Etive tres días más tarde portando el mensaje del rey
y allí Naois le dio la bienvenida. Fergus comentó las noticias de Ulster.
Naois, que deseaba volver a casa más que cualquier otra cosa, sintió una gran
nostalgia y fue a ver a Deirdre a un campo verde situado por encima del valle
con intención de comunicarle la buena nueva.
Al escuchar a Naois, Deirdre se asustó mucho. Siguieron conversando hasta
que tan sólo quedó un pálido atisbo de luz en el cielo del oeste, pero Deirdre
se dio cuenta de que estaba decidido a marchar y de que nada podría hacer para
impedirlo.
-- Anoche tuve en sueños esta visión: tres cuervos bajaban hacia nosotros
desde Emhain Macha. Traían en sus picos tres gotas de miel y se iban con tres
gotas de sangre.
-- ¿Qué significa ese sueño?
-- Significa que Fergus viene a ofrecernos una paz dulce como la miel, pero
las tres gotas de sangre sois Allen, Arden y tú. Connacher es un adulador y la
miel es una trampa mortal.
A pesar de aquella visión, Naois decidió regresar a Irlanda.
-- Dejaremos a un lado nuestras diferencias -- le dijo Naois a Deirdre --.
Zarparemos mañana por la mañana.
Deirdre pasó la noche entre sollozos y casi no concilió el sueño.
Por la mañana se reunieron en la costa y Deirdre subió a bordo. Partieron a
hora temprana y la niebla se entremezcló con el cielo, adquiriendo la costa de
Alba un color azul y después azul claro hasta que poco a poco fueron
perdiéndola de vista.
A medianoche brillaba ya la luna llena sobre las velas y el viento tiraba
de las cuerdas. Deirdre sacó el arpa y entonó una suave canción. Su tristeza
hizo callar a los hermanos, que alzaron los ojos al cielo mientras ella
cantaba, tendiendo sus corazones a los astros.
Por fin pudieron contemplar el amanecer sobre los blancos acantilados del
norte de Irlanda. Una vez en su tierra, Fergus se adelantó a caballo para
comunicarle al rey que habían llegado los hombres a quienes había llamado.
-- Mostradles ahora vuestra bondad -- le dijo.
-- No estoy preparado para recibirlos --contestó Connacher--. Envíalos a la
Gran llanura, a la Posada de la Rama Roja. Mi casa estará lista mañana.
Los viajeros se instalaron. A última hora de la noche, el rey Connacher
mandó llamar al guerrero Gelban Grednach.
-- Ve a la Posada -- ordenó el rey -- en la que se hospeda Deirdre esta
noche y dime si conserva su belleza. Debo saberlo enseguida.
Grednach bajó a la Posada a toda prisa. Sin aliento, se asomó por la
ventana para verlos a los cuatro y se fijó en Deirdre. Tan grande era su
belleza que jadeó, delatando así su presencia. Naois alzó la mirada y vio a
Grednach mirándolos. Cogió unos dados que había sobre la mesa y los arrojó
hacia la ventana. Uno de ellos alcanzó a Grednach en un ojo y lo dejó tuerto.
Grednach salió de allí dando gritos y volvió corriendo a donde estaba el rey,
que caminaba impaciente por su habitación.
Grednach entró con la cara toda ensangrentada.
-- ¿La has visto? -- preguntó el rey.
-- La he visto y, mientras me asomaba, Naois me ha sacado un ojo --
contestó, encogiéndose de dolor.
-- ¿Qué aspecto tiene? -- inquirió el rey.
-- Os diré la verdad. Aun tuerto, de no ser por vuestra urgente petición mi
único deseo habría sido seguir allí contemplándola durante toda la vida.
Connacher montó en cólera e hizo que se reunieran enseguida cien valerosos
hombres en su salón.
-- Id al punto a la Posada. Matad a los forasteros y traedme viva a Deirdre
o moriréis todos.
Los guerreros se aprestaron para la batalla. Sin que el rey lo supiera,
Levercham había estado oculta entre todos ellos y se adelantó a todo correr
para avisar a los Hijos de Uisnach.
-- Mis hermanos y yo lo impediremos -- dijo Naois al enterarse.
Así pues, hicieron rápidos preparativos para la batalla. Salieron al gran
llano armados hasta los dientes, avanzaron por el campo y se escondieron tras
una hilera de árboles.
esde que existe el mundo los hombres llevan milenios guerreando entre sí,
pero esa noche no había hombres tan en desventaja como los Hijos de Uisnach.
Empero, no es menos cierto que tampoco los había de corazón tan noble. De
hecho, si hubiera que medirlos por su espíritu, cada uno de los hermanos
equivalía a veinte guerreros normales.
Los guerreros del rey aparecieron rápidamente en el lindero del llano y los
jóvenes héroes entraron directamente en la lid. Sus espadas refulgían en la
oscuridad con ígneos destellos azulados, tan soliviantados tenían los ánimos
los que habían sido traicionados. Con el entrechocar de las espadas resultaba
imposible distinguir quién desafiaba a quién y la hierba se empapó de sangre
hasta quedar convertida en un gran charco resbaladizo. Al terminar la batalla,
los hermanos habían conseguido abatir a los cien.
Connacher llegó al lindero del llano y prorrumpió en exclamaciones de ira,
pero los Hijos de Uisnach y Deirdre ya regresaban a casa atravesando en la
oscuridad la gran llanura.
El rey mandó llamar a Cathbad el druida y, esforzándose por conservar la
calma, le dijo:
-- Deténlos o haré que te destierren para siempre.
Sin decir palabra, Cathbad puso manos a la obra e hizo crecer en llanura un
bosque lleno de tupidos matorrales, pero los hermanos lo atravesaron con
facilidad, como si no hubiera más que aire.
Convirtió después la llanura en un mar de aguas gélidas. Los hermanos se
quitaron la camisa, Deirdre se encaramó a los hombros de Naois y nadaron contra
el rugir de la corriente. Su velocidad no disminuyó y los hermanos avanzaron
tan aprisa como lo habían hecho antes a pie.
Al ver aquello, el rey frunció el ceño y el druida temió por su vida. Alzó
los brazos y el mar se convirtió en piedra, disparándose al aire rocas afiladas
como espadas que entrechocaban con gran estrépito, como monstruosas muelas de
un enorme gigante de granito.
Los hermanos corrieron sobre las piedras, resbalando y cayendo en múltiples
ocasiones. Por último, el más joven de ellos, Allen, lanzó un grito de dolor y
Naois lo cargó sobre su hombro derecho, aunque no tardó en morir. Naois no lo
soltó sino que siguió llevándolo sobre el hombro. Buscó con la mirada a Arden,
pero, para desgracia suya, vio que también había muerto y eso le arrebató el
deseo de vivir. A causa de las heridas o de la pena o, seguramente, de las dos
cosas juntas, Naois se desanimó y resbaló entre dos piedras. Tendido entre las
hirientes rocas, cayó presa de un total desaliento y murió sin decir palabra.
En ese preciso momento, la llanura volvió a ser hierba.
-- Ya se ha ido -- dijo Cathbad --. Los Hijos de Uisnach han muerto y ya no
os molestarán más.
Dicho esto, el druida volvió a desaparecer en la noche.
El rey fue a contemplar a Deirdre con sus propios ojos. La encontró arrodillada
sobre Naois y sus hermanos, sollozando sin palabras. Sin dejar que se
recuperase de su profundo dolor, el rey ordenó que la llevasen a su palacio y
la encerraran. Después hizo cavar una tumba para los hermanos en el mismo lugar
en que yacían. Se colocó en aquel lugar un menhir sobre el cual se grabó el
nombre de Uisnach.
Cumplida la profecía, Deirdre permaneció una quincena en la residencia de
Connacher. No podía comer ni conciliar el sueño. Transcurridos treinta días,
llegó el invierno y un suave manto de nieve cubrió el mundo que divisaba a
través de su ventana. Deirdre pidió a un guerrero que le trajese su arpa y
allí, sola en su cuarto cerrado, le cantaba a Naois en voz baja, pues sabía que
moriría en cuando Connacher lo ordenase. Dirigiendo la vista a la vasta llanura
vacía, cantaba:
In skies of frozen snow Where
winds of sadness roam Red sun's burning low You
were my home Where I would go In green fields Now
unknown Your name upon The standing stone Love
invites One last call When death from life Begins
to fall The streams no longer go To tides of distant seas No love
can grow old Without memories Your arms, my home Where I
would sleep In green fields Now unknown Your
name upon The standing stone Love invites One
last call When death from life Begins to fall All my
tears Now unfold How can I now Alone
grow old Dusty stars Shed their lights When
death from life Slips silently to the night En cielos de gélida nieve por
los que vagan vientos de tristeza arde
débilmente un sol rojizo. Fuiste mi
hogar allá donde yo iba. En campos verdes ahora desconocidos, con tu
nombre sobre el menhir, el amor invita a una última llamada cuando
la muerte comienza a caer de la
vida. Los arroyos no van ya a
mareas de mares lejanos. Un amor no
puede envejecer sin recuerdos: tus brazos, mi hogar en que dormía En campos verdes ahora
desconocidos, con tu nombre sobre
el menhir, el amor invita a una última
llamada cuando la muerte comienza
a caer de la vida. Todas mis lágrimas se despliegan ahora. ¿Cómo
podré ahora envejecer yo sola? Vierten sus luces los astros polvorientos
cuando desde la vida va la muerte en su silencio deslizándose lentamente a la noche Por la
mañana, cuando quiso llamarla el rey, Deirdre estaba ya muerta. El rey la hizo
enterrar en las colinas en que había pasado su infancia. Pero un pequeño grupo
de gente acudió de noche, clandestinamente, y la llevó a la Gran Llanura, a
otra tumba contigua a la de Naois. La gente señaló las dos tumbas clavando
sendas estacas de madera en el suelo.
Dos años más tarde crecían junto al menhir dos hermosos tejos. Aunque entre
sus bases había una separación de dos metros, los troncos habían crecido juntos
y entrelazados. Unidos por sus ramajes, formaban un sólo árbol. Aunque la
piedra se convirtió ya en polvo, los árboles siguen aún vivos en ese lugar.
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