Lluvia
de sangre
Aquella mañana se despertó aturdida,
sobresaltada por lo que su olfato reconocía como un intenso olor a azufre.
Asustada, salió corriendo al balcón y miró temerosa al volcán a cuyos pies se
había construido, hace mil años, la humilde aldea que le había acogido. En todo
ese tiempo, el volcán había estado inactivo y los hechiceros aseguraban que,
más que dormido, aquel volcán estaba del todo muerto y era vestigio de otra
época.
Había crecido prácticamente sola en aquella
pequeña isla, pues su madre falleció al poco de llegar, cuando ella contaba con
tan solo seis años, fruto del agotamiento y de la mala vida a la que había
tenido que darse para sobrevivir en las oscuras tierras de Zendharia. De todo
esto no supo ella hasta años después, cuando la maestra Delia le enseñó a leer
y descubrió que aquellos legajos que su madre había guardado en el cofre de los
tesoros con tanto mimo, no eran sino sus aventuras -o más bien desventuras- de
juventud. Quedó huérfana a la edad de seis años y le acogieron las hermanas hechiceras.
Delia era su tutora, pero con quien mejor se llevaba era con la abuela Clio,
que le contaba todo tipo de historias y cuentos populares.
La vida en la isla era muy tranquila.
Trabajaban con la magia, comerciaban con las sirenas y se alimentaban de lo que
les daban la tierra y el mar. Su vida había pasado de ser una constante
incertidumbre, sin saber si aquella noche tendrían techo y alimento, a ser una
vida plácida colmada de atenciones y expectativas. Sin embargo, echaba mucho de
menos a su madre.
La abuela Clio lo sabía y siempre le contaba,
a escondidas, relatos sobre las aventuras de su madre y sobre su padre.
—Amelia,
hija —le decía—. Has de saber que tu padre fue un famoso personaje, gran mago y
músico, que ayudaba a la gente de forma generosa, aunque tuvo un final amargo
por una serie de malos entendidos. Nunca olvides que provienes de un ser de
leyenda, el gran flautista de Hamelin. Por eso tu madre eligió ese nombre, para
no olvidar nunca a su amado flautista ni la desgracia que provoco su caída.
—¿Qué desgracia, abu Clio? —le preguntaba
siempre.
—¡Ya estáis otra vez con eso! Deja de meterle
pájaros en la cabeza, madre —decía la maestra Delia—. Tu padre fue un bribón
desgraciado que no supo cuidar de su familia. Punto.
La abuela Clio le miraba con cara de pena,
sonreía con su único diente y continuaba divagando con otra historia distinta.
Amelia sabía que no merecía la pena insistir,
porque no había nadie en el mundo más tozudo que la tía Delia.
Despertó de sus ensoñaciones con el retorno de
aquel desagradable olor. Bajó corriendo a la sala de estar, donde la tía Delia
y su novia, Karen, leían recostadas la una sobre la otra.
—¿No oléis eso? Algo pasa. El volcán. ¡Está
despertando!
Por un instante levantaron la cabeza y
olfatearon ligeramente. A continuación, volvieron la cabeza a sus libros y
siguieron leyendo.
—Puedes salir al patio a jugar, Amelia, no te
preocupes, todo está bien.
Salió de la casa inquieta por el olor. La
gente a su alrededor hacía su vida sin mayores preocupaciones. Se percibía
claramente el canto de las aves, el traqueteo de los carromatos llevados por
los asnos, el martillo golpeando el yunque, las risas de los otros niños. Y,
sin embargo, Amelia presentía que algo iba mal.
El olor a azufre se desvanecía un poco en la
calle, mezclado con los olores corporales, las especias y los animales, pero
ahora no se trataba solo de lo que olía. En su cabeza retumbaba un tremendo
lamento cuyo origen no reconocía.
Se puso a caminar siguiendo el sonido de aquel
lamento y al rato se encontró en la falda del eterno volcán. Llena de
curiosidad, deslizó su mano sobre la montaña y al instante lo sintió. El
volcán, el corazón de la isla, lloraba. Lloraba de impotencia y rabia, de
ansiedad y frustración. Lloraba y odiaba. Tenía ansias de destrucción y no se
detendría por nadie.
Amelia intentó calmar la ira del volcán. No
entendía nada, pero sentía la necesidad de calmarle, de darle ese cariño que la
isla necesitaba.
Por un instante le dio la sensación de que
lograba reconfortar a la bestia, pero enseguida volvió el olor a azufre y la
sensación de rabia.
—Vete —le susurró el volcán—. En unas horas
dejaré que mis lágrimas se fundan con el océano y me tragaré aquello que tanto
me hace sufrir. Vete y no mires atrás, tú que eres la única que me siente.
Aterrorizada, Amelia volvió corriendo hacia su hacienda e intentó
explicar a su familia lo que había experimentado y vivido. Por descontado que
no la tomaron en consideración. Fue en busca de su abuela y le pidió que la
acompañara, ya con su caja de tesoros en la mano, pero la abuela le cogió de la
mano y le dijo que era muy vieja para aquella huida, pero que tenía el poder de
salvar a otros muchos. Con un gesto, le pidió que le entregara la caja de los
tesoros y así lo hizo. Clio la abrió, cogió un pequeño objeto y arrojó por la
ventana el resto de la caja.
—Solo necesitas esto, cariño —le dijo y le
entregó una flauta—. Es la flauta de tu padre. Tócala y te seguirán allá donde
desees. Para mí es tarde, el oído me falla y, como la isla, solo quiero
descansar.
A continuación, besó la frente de Amelia y
cerró los ojos por última vez. Con lágrimas en los ojos, Amelia salió corriendo
de la casa sin saber muy bien qué hacer. Desesperada, se puso la flauta en los
labios e intentó hacerla sonar. Una hermosa melodía brotó como por arte de
magia y todo el mundo paró lo que estaba haciendo para contemplarla, como
hipnotizados. Amelia comenzó a caminar hacia la arena de la playa para pedir
ayuda a las Sirenas y tras ella desfilaron un ejército de niños y niñas. Los
padres, inmovilizados, les veían alejarse y gritaban desconsolados, pero no
eran capaces de seguirles, impotentes ante aquella vil hechicería.
Cuando llegaron a la playa, escucharon las
primeras explosiones. El volcán, herido, derramaba lágrimas de lava y estallaba
en lamentos, tornando el azul del cielo en gris y haciendo que el sol
desapareciera por momentos. Los niños no miraron atrás, hipnotizados por la
música de Amelia, pero ella sí que pudo ver como la lava engullía su pueblo y
se llevaba todo aquello que había amado.
Las sirenas reconocieron a la hija del
flautista y acompañaron a su música con sus hermosos cantos. Uno a uno, los
niños se abrazaron a las sirenas y fueron desapareciendo en el mar, en
dirección al reino submarino. Amelia fue la última en despedirse. Besó y
acarició la arena, pidió perdón a la isla y le deseó una plácida despedida. No
había rencor en sus gestos, a pesar de haber perdido a lo que le quedaba de
familia. En su corazón compartía la magia del volcán y sabía lo que había
sufrido la isla a manos de los hombres. Mucho había tardado en despertar.
Enterró la flauta en la arena unos segundos
antes de que la lava llegara hasta allí y se sumergió en el mar junto a la
última sirena, que había contemplado toda la escena. Fue en ese preciso
instante, viendo la comunión de Amelia con la isla, cuando Iris, hija de
Poseidón, supo que aquella humana le robaría el corazón para siempre. Fundieron
sus manos y se sumergieron en la inmensidad del océano, mientras la isla se
desvanecía sollozando fuego…
FIN
Título: Lluvia de sangre
Extensión: 1280 palabras
Objetivo principal: Cuenta
una historia que involucre un volcán o cataclismo
Objetivo secundario A: El flautista de Hamelin
Objetivo secundario B: Sirenas
Objeto 1: 5- El sol
Objeto 2: 10- Arena
Bechdel: Sí
Protagonista femenina única: Sí
Este relato forma parte del reto de escritura creativa #OrigiReto2020.
Las normas de este reto se pueden consultar en las bitácoras de las organizadoras, @stiby2 y @musajue:
http://plumakatty.blogspot.com/2019/12/origireto-creativo-2020-reto-juego-de.html
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http://nosoyadictaaloslibros.blogspot.com/2019/12/reto-de-escritura-2020-origireto.html
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